jueves, 26 de enero de 2012
Ya era la hora, la hora de poner rumbo a lo desconocido. No sabía a donde ir, era mi coche el que me llevaba, eran las carreteras quienes marcaban mi destino. Daba igual a donde fuera, daba igual donde acabaran, solo quería huir de la rutina, de mi casa, de mi trabajo, de mi familia y amigos…del mundo. Acabé en una enorme carretera, de la cual su fin no me alcanzaba la vista, ese era el camino que debía coger, solo ese. Notaba el frescor de la brisa del mar, el sol acariciando mi pelo…eso era vida. Pisé el acelerador a fondo, la velocidad me hacía sentir libre, me hacia olvidarme de todo. El sol se iba escondiendo, dejando al descubierto una hermosa luna plateada, brillaba con tanta fuerza que era como si tuviera luz propia, como si en vez de noche fuera día, y con ella, en lo alto del firmamento, continué con mi viaje. 1,2,3…67,68,69…956,957,958…no podía contarlas todas, en aquel cielo había miles y miles de estrellas y pensaba que cada una de ellas era como una persona, todas nacen y mueren, dejando a su paso una historia que contar. Tumbado a la intemperie, la hierba haciéndome cosquillas en las orejas y un gran suspiro que hacía eco entre las grandes montañas.
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